jueves, 27 de julio de 1972

EL CAMINO EN LA VENTISCA: Así empieza la novela


Con las primeras señales de tormenta decidimos encaminarnos a la borda grande, la que mis tíos habían transformado en un pequeño hotel rural. La naturaleza, por su parte, decidió cerrarnos el paso. Mi primo Jokin nos guiaba a través de la ventisca, pero esta arreciaba y el cielo se volvía preocupantemente oscuro. Desde el lugar en que estábamos —lo dijo Jokin cuando se paró en una encrucijada del camino— podíamos llegar en sólo cinco minutos a la cabaña más pequeña, también de piedra, también provista de una chimenea que quizás pudiéramos utilizar. Así que cogimos el ramal de la izquierda y nos adentramos en el bosquecillo de castaños, apenas unos metros de árboles desnudos y suelo rojo de hojas y barro. Los troncos se veían negros por la humedad en la luz gris del crepúsculo. Sólo eran las cuatro de la tarde y parecía que la noche se estaba tragando el paisaje con un solo y constante sorbo. “La noche es un lobo que se traga el mundo” dijo Irati acercándose a mi oreja como si me hubiera adivinado el pensamiento. 

Sentí su aliento y su risita burlona de bruja mientras trataba de no salirme del sendero. A efectos prácticos el sendero había desaparecido y seguíamos a Jokin confiando en que su conocimiento del terreno fuera poco menos que infalible. Desde luego se movía con más seguridad que yo, pues se había adelantado un par de metros y volvió la cabeza justo para verme resbalar en aquel amasijo de hojas brillantes, barro y aguanieve que se deshacía bajo las botas.
—¡Cuidado! —gritó.
No llegué a caer. Recuperé el equilibrio y seguí la espalda de Jokin que se alejaba de nuevo, guiándonos hacia el final del bosque. Irati se me adelantó aprovechando que el camino era ahora más ancho y más firme. Al otro lado de la franja de árboles, en la curva suave de una loma, apareció la borda.
Allí no tendríamos las comodidades de Harrienea, preparada para recibir invitados, pero que a menudo, como ahora, estaba cerrada en esta época del año (circunstancia esta última que a nosotros nos daba igual). Harrienea nos podría haber ofrecido agua corriente, calor y provisiones de la despensa. Ya no podíamos elegir: la tormenta había elegido por nosotros. No sabía entonces lo que encontraríamos en el pequeño refugio que la niebla empezaba a cubrir. Sólo pensaba en llegar y ocultarme del viento helado y de la oscuridad creciente.
Poco después estábamos los tres acurrucados en el catre de madera que apenas levantaba unos centímetros del suelo, junto a la chimenea apagada. Sombra y ceniza: eso era lo que habíamos visto al entrar. Sombras y una pequeña estancia de color de ceniza,  ceniza acumulada en la chimenea, pero ni leña ni nada que prender. La niebla se había ido al  llegar nosotros, como si huyera, y la luna llena había iluminado casi con violencia el interior. Ahora, sentados y encogidos, con la espalda contra la pared y todas las mantas que habíamos podido encontrar envolviéndonos y tapándonos de la mejor manera posible, veíamos en la ventana el viaje oblicuo de los copos, una imagen que se reiniciaba continuamente. A veces nieve, a veces agua, a veces las dos cosas. Irati, sentada en medio, bromeaba, y yo pensaba: “¿cómo puede tener ganas de reírse?”.
Estaba hambriento y cansado y tenso. Imaginaba que la ventisca podría durar horas, muchas horas, incluso días, imaginaba que podríamos quedar atrapados en aquella caja llena de frío y vacía de provisiones. Allí no había calor, no había agua ni luz ni nada que comer, y el móvil no tenía cobertura. Jokin había inspeccionado el pequeño cobertizo exterior con ayuda de su mechero. Al regresar nos había comunicado que la poca leña almacenada en él estaba húmeda. Aún así yo sentía tal necesidad de hacer algo que salí de entre las mantas con resolución.
—¡Eh! ¿A dónde vas?
Lo que hice fue llegar al cobertizo exterior adosado a la la cabaña y, tanteando en la oscuridad, que no me pareció tan impenetrable después de todo, recogí algo de leña fría y húmeda, la más seca que encontré. Volví dentro y la puse en el hogar. Le pedí a Jokin su mechero. Al principio se negó a dármelo, pero insistí tanto que cedió. Luego me empeñé en encender los troncos y las ramas que había traído.
Lo único que conseguí fue una humareda que nos obligó a ventilar, apenas una llama que ardía penosamente y que expulsó al aire parte de la humedad contenida en la madera. Durante un rato, el baile de los copos blancos se ejecutó en el rectángulo de la puerta abierta. La cerramos y aseguramos de nuevo con el pasador. La chimenea contenía ahora un bulto de leña inservible que aún despedía algo de humo con los últimos estertores de la combustión..
—¡Qué buena idea! —dijo Jokin, con evidente malhumor—. Te advertí que no prendería.
—Da igual —contesté, igual de huraño—. Tampoco hace menos frío que antes. Esto ya parecía un congelador cuando hemos entrado.
—Espera —dijo él—. Al menos podremos tener algo de luz.
En un cajón de la mesa encontró unas velas. Su luz nos confortó aunque evidentemente nos proporcionó un calor ridículo. De nuevo bajo las mantas, hablábamos en voz baja, como si algo o alguien pudiera oírnos. Pero llegó un momento en que las velas se apagaron y guardamos silencio.
Eran las horas de la madrugada, cuando el reloj del mundo se da cuerda, cuando el día acumula energía para nacer.
Sentí la cabeza de Irati en mi hombro y su respiración acompasada.
—Jokin, ¿estás despierto? —pregunté.
—Sí —contestó en un susurro.
—¿Ves eso en la ventana? —susurré yo también.
—No he podido cerrar las contraventanas. El pestillo se ha roto. Pero el cristal es fuerte. Lo cambiamos el invierno pasado. Así por lo menos tenemos luz. Con esa luna tan impresionante...
—Pero ¿ves eso?
—¿Cuál? ¿La nieve? Sí, es genial, sobre todo ahora, iluminada por la luna. Hace unos remolinos que son una pasada. Creo que me gustaría tener un salvapantallas que se pareciera a eso. Pero sería mejor que dejara de nevar. Bueno, voy a intentar dormir.
Y dio por terminada la conversación.
Era evidente que no lo veía.
Estoy cansado, muy cansado, me dije.
Quizás en el bar del pueblo tengan la costumbre de ponerle algún ingrediente secreto a la bebida (algún hongo del bosque, algún cultivo no del todo legal que prospera en cobertizos e invernaderos).
Puede que tenga fiebre.
Puede que esté dormido y soñando, aunque me parece que estoy despierto.
Cerré los ojos. Los volví a abrir.
La gran cabeza del lobo blanco seguía en la ventana, mirándome.

No hay comentarios:

Publicar un comentario